¿ME AMAS MAS QUE ESTOS?

 

TERCER DOMINGO DE PASCUA –CICLO C–

 

10 de abril de 2016

 

Ha sido una noche larga y oscura para ellos. Quizás los acompañaba la soledad del que espera y no recibe nada; quizás el silencio paciente y abrumador de la noche que vela. Quizás una leve brisa acariciaba sus esperanzas.

 

Pedro subió a la barca y los demás lo siguieron en su aventura, como evocando el recuerdo de aquel día en que, desde la orilla, y la misma orilla de su ser, siguió a Jesús. Han pasado tres años desde entonces. Tres años de crecimiento y maduración espiritual. Tres años de heroicidades por aquel que ha dado la vida por salvarnos. Tres años de impulsos sin fuerza, de palabras calladas, de lágrimas amargas, de verdades negadas. Tres años para asumir el sinsentido del ser que no es en una continua progresividad de la revelación.

 

Ha sido una noche larga y oscura para ellos, como largo y oscuro fue el camino hacia el Calvario. Pero el cielo sigue siendo azul incluso cuando anochece. Y solo en el amanecer podía aparecer Jesús para llenar las redes de los discípulos, como solo desde las tinieblas se accede a la luz; como solo desde lo hondo se grita al Señor, que saca cada vida del abismo y nos hace revivir cuando bajamos a la fosa.

 

Ha sido una noche larga y oscura para ellos. Pero el alba despunta ahora sus luces: al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo. Y ese Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien nosotros mismos matamos cada día colgándolo de un madero, cuando vemos, oímos y callamos; cuando excluimos a nuestros hermanos; cuando fingimos ser buenos cristianos. Hemos llenado Jerusalén con su enseñanza y no nos hacemos responsables de la sangre de ese hombre. Ese hombre que aparece y, sin embargo, no reconocemos. Ese hombre divino que nos libera de Egipto, que nos otorga la conversión con el perdón de los pecados. Ese hombre que tanto nos ama. “¡Es el Señor!” Y, sin embargo, no lo vemos, no lo conocemos, no nos fiamos. Aquí está, con nosotros, animándonos a echar las redes; no importa cuán limitadas sean, ese hombre no va a dejar que se rompan. Todo cabe en los instrumentos de los pescadores de los hombres. ¿No lo veis? Lo tenemos al lado: en los ojos que lloran, en la agonía del enfermo, en los pies que tropiezan, en la hermana que no despierta de su letargo.

 

 

¿Eres tú, Jesús? Ninguno de ellos se atrevió a preguntar; ni siquiera aquel que emprendió el camino sobre las aguas; aquel que lo acompañó durante la noche terrible; aquel que lo reconoció Cristo, el Hijo de Dios viviente.

 

Ninguno se atrevió a preguntar; ni siquiera el que se hundió con poca fe; el que se durmió en la noche terrible; el que hasta tres veces lo negó.

 

Ninguno se atrevió a preguntar, como tampoco ninguno nos atrevemos a abrazar su cruz y abandonarnos en ella. ¿Eres tú el débil? ¿Eres tú quien sufre? ¿Eres tú quien necesita un hombro sobre el que llorar? ¿Eres tú, Jesús?

 

“¡Es el Señor!” Lo sabían, lo sabemos. Por eso nos acercamos con ellos a compartir el alimento de su misericordia con el mismo que es Alimento de vida eterna y a gozar de su presencia. Una presencia que, de manera condescendiente, nos interpela y nos perturba.

 

 

“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?” Silencio atronador encerrado en la vida secreta de las palabras. ¿Lo amaba? ¿De verdad lo amaba? ¿Y lo hacía más que ellos? “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Sin impulsos, débil, sonoro; un sí al Dios y Señor. “Apacienta mis corderos”. Tú, Pedro, cabeza de la Iglesia.

 

“Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Un temblor bajo sus pies; una sacudida de tierra. La pregunta se repetía. ¿Qué quieres de mí? ¿Cuáles son tus intenciones? ¿Por qué dudas? “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Sin impulsos, débil, sonoro; un segundo sí al Dios y Señor. “Pastorea mis ovejas”. Tú, Pedro, cabeza de la Iglesia.

 

“Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Y Pedro se entristeció, negando al fin la negación. “Señor, tú conoces todo, sabes que te quiero”. Sin impulsos, débil, sonoro; el tercer sí al Dios y Señor que todo lo sabe, todo conoce y tan solo quiere tocar nuestro corazón; a ese hombre divino al que damos gracias y ensalzamos, que nos escucha y tiene piedad de nosotros. Ese hombre que tanto nos ama y hasta los cuatro vientos gritan la dignidad de su grandeza. “Apacienta mis ovejas”. Tú, Pedro, cabeza de la Iglesia.

 

“Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Y él, Pedro, cabeza de la Iglesia, volvió sus pasos sobre la arena para mostrar la esencia de su ser: lo poco que somos ante Dios y, sin embargo, únicos y exclusivos, hechos a su imagen y semejanza.

 

“Señor, tú conoces todo, sabes que te quiero”. Pero dudo; dudo del sinsentido, dudo del ser divino, dudo de mis hermanos… Dudo de tus palabras de vida eterna, susurradas en el sonido del silencio.

 

¿Adónde irás, Señor? Yo tampoco quiero ir: tengo miedo, pese a salir contenta de haber merecido cada ultraje por el nombre de Jesús. Quizás sea esa soledad del que espera y no recibe nada; quizás el silencio paciente y abrumador… O quizás una leve brisa acaricie al fin mis esperanzas: “Sígueme”, añadió.

 

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