Los que participamos de la liturgia podemos encontrar en ella una fuente abundante para alimentar nuestra fe: la Palabra de Dios y la Eucaristía. Para que esto sea una realidad en nuestras vidas y sea un manantial de múltiples gracias, conviene que la celebración sea digna y atenta, de forma que la mente concuerde con la voz. Buscando principalmente a Dios y penetrando cada vez más, para que la Palabra no caiga en el vacío.

 

Tertuliano veía la creación como una inmensa liturgia. La oración brota del ser de las cosas, pues narran las maravillas del Creador y hacen que el hombre vuelva su mirada hacia Él. El orante canta y celebra la gloria de Dios, camina y trabaja con reconocimiento para llevar a cabo su obra en la historia del mundo.

 

La liturgia extiende la alabanza a los distintos momentos del día, siendo su fin la santificación del día y de todo el esfuerzo humano, del mismo modo nos va recordando los misterios de la salvación. En ella, encontramos un permanente diálogo entre Dios y el hombre: Dios habla a su pueblo, y el pueblo responde a Dios con el canto y la oración.

 

La Eucaristía es centro y compendio de lo que ha de ser nuestra vida, pues en ella vivimos el vínculo de la caridad fraterna, la comunión eclesial, y nos incorporamos a Cristo en el Memorial de su muerte y resurrección, uniéndonos a Él en su ofrenda al Padre por la salvación de todos los hombres. Participamos de su Cuerpo y de su Sangre y aprendemos de Él a morir para dar la vida como el Pan.