DOMINGO, LUZ DE LA IGLESIA

¿QUE LUZ ME SIGUE DANDO DOMINGO?

Confieso que la propuesta de pensar en Santo Domingo de Guzmán me ha llegado casi por accidente, pero también sé que la casualidad es el pseudónimo tras el que el Señor se esconde con frecuencia para cuidarnos con su providencia de modo discreto. Ni siquiera sabía que nos encontramos a las puertas del octavo centenario del comienzo de la Orden de Predicadores cuando se me invitó a reflexionar sobre la luz que me ofrece hoy este amigo de Dios.

Dos son los resplandores que, como biblista y miembro de una Congregación religiosa que encuentra las raíces de su espiritualidad en Francisco de Asís, llegan hasta mí a partir de dos grandes intuiciones de Domingo: la importancia de la teología y el valor testimonial de la pobreza.

Quienes nos movemos en el ámbito intelectual sabemos en primera persona las consecuencias de carecer del firme andamio de una formación teológica adecuada. Con este tema sucede algo similar a lo que sería no tener un armario en el que colocar la ropa y poder colgar nuestras camisas, pues esto provocaría que acabáramos amontonando nuestras mejores galas como si se tratara de un mercadillo de barrio. Del mismo modo, la experiencia creyente no solo luce poco y mal si no somos capaces de dar razón de nuestra fe, sino que es muy fácil acabar “arrugados” por errores doctrinales.

Domingo intuyó pronto que tras las herejías que abundaban a finales del s. XII no había mala intención sino falta de educación. La relevancia de la teología que el fundador imprime desde el comienzo en la Orden de predicadores no pretende simplemente “saber más”, sino cuidar más y mejor a quienes se encuentran confusos y confundidos. Por eso, rememorar a este santo nos tendría que lanzar a un compromiso firme por tomarnos en serio nuestra propia formación y, a la vez, alentar una teología que no se quede en el despacho, sino que permanezca atenta a las inquietudes y preguntas que atenazan a nuestros contemporáneos.

Pero esta instrucción intelectual no se contradice con otra corazonada de Santo Domingo que sigue siendo alentadora para quienes intentamos seguir a Jesús. Él albergaba la certeza de que el testimonio de la pobreza es tan elocuente que ilustraba de forma adecuada la predicación de quienes se aventuraron a caminar con él. Las palabras que no están acompañadas por la vida carecen de credibilidad, suenan a hueco y no llega al corazón humano. Entonces, como ahora, eran más necesarios testigos que maestros, y no hay mayor testimonio de confianza en Dios y de cuidado fraterno que seguir pobre al Cristo pobre, porque solo se puede alentar la fe de aquellos a quienes se acompaña compartiendo una suerte similar. 

En un contexto histórico en el que la miseria campaba a sus anchas, Domingo entendió que solo se puede ser hermano de todos cuando la pobreza nos iguala y que solo es posible predicar la Buena Noticia cuando se es feliz viviendo al estilo de Jesús. Festejar el octavo centenario y permitir que el resplandor de este santo nos siga iluminando hoy pasa por acompañar codo con codo las pisadas pausadas del pueblo, por sabernos igualados por la pobre condición humana y amados de modo incondicional precisamente en ella. Pasa, en definitiva, por renovar nuestra condición de “predicadores mendicantes”, conscientes siempre de que es más lo que se nos regala en la misión evangelizadora que aquello que nosotros podemos ofrecer.

 

Ianire Angulo Ordorika ESSE  

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