Santo Domingo de Guzman en...

Los desafíos de la vida oculta de las Monjas, desde Polonia.

Tuve la oportunidad de ver  la película “El Gran Silencio”, reportaje acerca de la vida de los monjes en la Gran Cartuja. La sala cinematográfica estaba repleta de gente pero no se escuchó ni siquiera el crujido de una silla durante las tres horas que duró el film, el cual trata acerca de la vida escondida de los monjes. Al terminar la película, la gente no se apresuró a salir de la sala y, cuando salieron, lo hicieron en silencio. Al atravesar el hall de salida, uno podía ver avisos coloridos que publicitaban varias películas; parecían más brillantes que nunca. En Varsovia, el film “El Gran Silencio” estuvo en escena durante un largo tiempo y siempre habían espectadores. Por tanto, tiene que haber

interpelado a las personas- personas comunes de una ciudad moderna.

¿Qué vieron en este film? Vieron personas que, en la vida ordinaria y sencilla de un monasterio, eran felices con su fe; hombres transformados por la oración, conscientes de la presencia del Dios Vivo que ellos buscaban porque ya lo habían encontrado.

Pienso que cada monasterio contemplativo ha de interpelar al hombre moderno, no a través de un film, pero no menos inequívocamente ni con menor claridad. Ha de ser un signo y un desafío a mirar más profundamente y descubrir qué es ese deseo de felicidad y esa necesidad de un sentido de la vida, que están inscritos en el corazón de cada ser humano. Los monasterios nunca han constituido un alto porcentaje de la población; en

efecto, las personas que dedican sus vidas a Dios en las órdenes contemplativas constituyen una pequeña parte de la Iglesia. Con todo, ellas han de ser la “levadura”, que es esencial para la misión de la Iglesia y, a pesar de que constituimos un pequeño número y de que nuestra vida está oculta, somos vistos. Creyentes y no creyentes nos miran; algunos, por curiosidad, otros con respeto, otros de un modo crítico y otros con fastidio. Ellos son exigentes.

En el año 2005, la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada organizó un simposio sobre el Decreto “ Perfactae Caritatis”. Una de las ponencias giró en torno a los resultados de una encuesta sobre la visión de la gente respecto a la vida religiosa actual. Las opiniones de la gente se centran no tanto en lo que hacemos los religiosos cuanto en la calidad de nuestra vida. Cuanto más fidedigno es nuestro testimonio, tanto más redentor y salvífico para el mundo. La única cosa necesaria en nuestra vida religiosa es el Evangelio.

Hemos de seguir fielmente y hacer presente la vida evangélica de Jesucristo, quien también hoy salva al

mundo. Cristo actuó a través de lo que Él era y a través del modo en que vivió. La gente le pedía signos y milagros pero, cuanto más se acercaba Él a la muerte, menos signos daba y más apuntaba a Sí mismo, el Único obediente al Padre hasta el fin. Hemos de recordar al mundo el poder redentor y santificador del Evangelio. La vida de Jesús que prolongamos en la Iglesia tiene ese poder redentor y santificador. Nuestra vida ha de ser un testimonio de que Dios existe, que Él es amor, Verdad y Belleza ; esto es lo que la gente espera , aún cuando no lo sepan. Dios podría compararse al firmamento extendido sobre el mundo. Muchas personas no pueden ver las estrellas del cielo porque sus ojos están cegados por luces mucho más cercanas: el brillo y resplandor pasajeros de los supermercados, lugares de entretenimiento, propagandas, la luz de la ciudad que la gente no puede

dejar.

Nuestra vocación nos da, por así decir, la posibilidad de salir a un campo en el que nada impide la visión del firmamento. Podemos ver las estrellas y constatamos que cuanto más contemplamos ese firmamento, más salpicado de estrellas lo descubrimos. ¡Ese regalo no es únicamente para nosotras! Hemos de ser un desafío para todas las personas. Después de todo, el cielo se alza sobre el mundo entero. Éste es el sentido de nuestra clausura: testimoniar que Dios realmente existe y que vale la pena buscarlo. El silencio es una expresión de nuestra vida escondida, silencio que es la otra cara de la clausura, por así decirlo. El silencio nos da la posibilidad de aprender el peso y el poder de la palabra, la Palabra de Dios y la palabra de los hombres. El mundo, inundado de un montón de pedacitos de información, a menudo se pierde la noticia más importante: que Dios existe y habla al hombre y que cada ser humano es amado y está llamado a la felicidad y a la Vida plena. “Las monjas buscan a Dios , uniformes en la norma de vida puramente contemplativa, guardando en la clausura y en el silencio la separación del mundo”. Llevando esta vida, lo que hacemos no es tanto guardar unos sabios preceptos experimentados a lo largo de los siglos cuanto abrirnos a la Palabra de Verdad que puede transformarnos y purificarnos y hacernos cada vez más como Dios desea que seamos. Se dice que el viajar es instructivo pero aquí, en el monasterio, estamos en el manantial. Pienso que somos como el terreno en el que la fuente de la Palabra de Dios ha brotado. Esa fuente tiene poder . Su agua corre, encauzando el lecho de un arroyo que, gradualmente, se convierte en un río. El manantial es formado por el agua viva. Nosotras hemos de ser un arroyo encauzado por la Palabra de Dios, dejando que ella nos modele para que este arroyo desemboque en el mundo. Seremos modeladas a imagen de Cristo. El tiempo y el modo en que dicho proceso se desarrolle constituye un misterio de la obra artesana de Dios. Cuando Él logre su meta, llegaremos a ser sus testigos, aún sin darnos cuenta. Entonces, irradiaremos

paz. Nuestra vida oculta está llamada a ser un desafío para las personas agobiadas por la prisa y la conmoción, atormentadas por el miedo y la ansiedad; un desafío a que ellas comprendan que es posible detenerse y entrar en uno mismo, que es posible ver y oír mucho más que aquello que la vida del mundo moderno, con su magnífico progreso tecnológico, lanza sobre nosotros.

La Instrucción “ Verbi Sponsa” dice que no debemos disminuir las formas de vida contemplativa, “con las cuales la Iglesia manifiesta frente al mundo la preeminencia de la contemplación sobre la acción, de lo que es eterno sobre lo que es temporal” (cf. V. S., 9). “El monasterio representa la intimidad misma de una Iglesia, el corazón, donde el Espíritu siempre gime y suplica por las necesidades de toda la comunidad y donde se eleva sin descanso la acción de gracias por la Vida que cada día Él nos regala” (Verbi Sponsa, 8). En su alocución a las Abadesas Benedictinas, en 1980, el Papa Juan Pablo II dijo: “ La oración monástica (…) es, por así decir, un signo luminoso en la noche, un oasis en el desierto de la desilusión y la insatisfacción(…). La monja contemplativa, mediante su plegaria que procede de la fe madurada a lo largo de mucho tiempo y vivida en profundidad, parece estar diciendo al mundo entero, de un modo modesto pero firme : ¡ “ Yo sé que Dios existe, que Él es el Padre todopoderoso y solícito, y lo creo firmemente. Sé que Dios se ha revelado en Cristo, el Verbo Encarnado, y lo amo con ternura. Sé que Cristo está presente en su Iglesia y lo sigo con fidelidad”!

Mucha gente nos pide que recemos por ellos, especialmente cuando atraviesan momentos difíciles. Ellos descubren el poder de la oración. Muchos empiezan a sentir la necesidad de orar y desean aprender a hacerlo. Entonces, el monasterio llega a ser, por así decir, una escuela de oración cuyos alumnos externos aprenden a confiar en Dios, que atiende a cada uno de sus gemidos pues es bueno y misericordioso. Nuestro amor a Dios se traduce en compasión hacia nuestros hermanos y hermanas, siendo solidarios con ellos, acompañándolos, expresándoles nuestra cercanía y acogida. Hemos de intentar que las personas lleguen a la convicción de que Jesús se acerca a ellos con su misericordia y ternura, su perdón y promesa de esperanza. En fin, estamos llamadas a presentar el rostro compasivo y humano de la Iglesia. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”. Este es el principio de nuestra respuesta a nuestra

propia vocación. Toda nuestra vida religiosa intenta corresponder a este amor. Sólo en el amor mutuo se es feliz y dicho amor fraterno es un testimonio convincente. Para que el monasterio dé ese testimonio e interpele a la gente a buscar a Dios, que es Verdad y Amor, nosotras mismas debemos asumir el desafío que nuestra vida escondida implica. El punto 5 de la Constitución Fundamental define nuestro modo de vida. Nos recuerda que la búsqueda de Dios “ con pureza de conciencia y con el gozo de la concordia fraterna, en libertad de espíritu” tiene lugar en la vida ordinaria, de cada día y, a menudo, después de largos años, cuando experimentamos nuestra debilidad y aprendemos a llevarla con paciencia.

¿Acaso no es un desafío cotidiano esto de “trabajar diligentemente, escrutar con corazón ardiente las Escrituras, instar en la oración, ejercitar con alegría la penitencia, buscar la comunión en el régimen…?” Y todo ello está ordenado a preservarnos de ser cómplices de la mediocridad. Las monjas están llamadas a buscar en toda su vida y con todas sus fuerzas “a Aquel que ahora las hace vivir unánimes en una misma casa y que en el día novísimo las congregará como pueblo de adquisición en la ciudad santa. Creciendo en caridad en medio de la Iglesia, extienden el pueblo de Dios con misteriosa fecundidad y anuncian proféticamente, con su vida escondida, que Cristo es la única bienaventuranza, al presente por la gracia,y el futuro por la gloria” (L.C.M. ,1 &V).

 

 

                                      Zdzislawa Szymczýnska O.P., Monasterio Santa Ana, Polonia.

 

http://www.op.org/es/official-documents

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