La Oración

 

«Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas. Estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado» (Dt 6, 5-7). Esto es orar. Entrar en la oración, vivir con todo mi ser a Dios, desde que recibo el primer sonido al despertarme, hasta entrar en el silencio más profundo del sueño cuando me acuesto. Siempre, en todo

momento, circunstancia y lugar. Vivimos la oración como un encuentro constante con Dios.

 

Domingo no escribe «tratados» sobre la oración. Él es un hombre orante, en continua oración. Todo en él es oración y le lleva a la oración. De tal modo que su vida queda totalmente transformada. Sus sentimientos buscan ser los mismos sentimientos del Verbo Encarnado y, a ejemplo suyo, Domingo es compasivo y tiene entrañas de misericordia.

 

Así mismo, nosotras tenemos que vivir la oración permanentemente. Exponiendo ante Dios nuestra vida y la de todos los hombres y mujeres, nuestros hermanos. Hablando siempre con Dios de ellos, o de Dios a todos. Haciendo de su Corazón nuestra morada para sentir como Él siente, amar como Él nos ama, vivir y participar de su misma Vida y Verdad.

 

El monasterio representa la intimidad misma de una Iglesia, el corazón, donde el Espíritu siempre gime y suplica por las necesidades de toda la comunidad cristiana y donde se eleva sin descanso la acción de gracias por la vida que cada día Dios nos regala. Se puede comparar una comunidad monástica, en este caso dominicana, con Moisés, que en la oración determina la suerte de las batallas de Israel (cf. Ex 17,11-12), y con el centinela que vigila en la noche esperando el amanecer (cf. Sal 129,6; Is 21,6).