En estos días de verano, por las tierras del Sur, cuando va cayendo la tarde y empieza a refrescar, el ama de casa levanta la persiana del balcón, riega con suavidad cada una de sus macetas, y después se sienta con calma para contemplar la realidad desde allí arriba. Los balcones altos permiten obtener mejores vistas de los paisajes lejanos, como si uno tuviera más perspectiva y las cosas se vieran de otra manera. Todo está siempre en el mismo sitio, pero todo es distinto dependiendo del lugar desde donde se mira.
Diría que así me pasa con Domingo de Guzmán. Como dominico que soy, él es el balcón con solera (que yo no he construido, sino que he heredado y que está en el mismo lugar desde hace mucho tiempo) desde donde quiero mirar la realidad. Porque el santo castellano fue un hombre de visión, que –a quien se apunta a su camino y estilo de vida- le centra la mirada sobre lo fundamental. No cierra tus ojos, o los orienta en una dirección estricta o única: te permite mirar pausadamente toda la realidad, más realidad, más lejos de lo que aparentemente ves… ¡lo humano más humano y lo divino más divino! Y te ayuda a fijar la vista en lo más fino, en lo más pequeño. En la fragilidad de la gente o en las ideas más sesudas.
Domingo me da sobre la humanidad una mirada de compasión y de compromiso. El apasionado por la suerte de los sencillos (“Dios mío, Misericordia mía, ¿qué será de los pecadores?”) me enseña a mirar a cada ser humano y a cada situación personal, con infinita bondad. Desde la gracia. Sabiendo que en todos hay experiencias de vida, de amor, de salvación. Me recuerda que hay posibilidades de diálogo, de crecimiento, semillas de Reino detrás de cada hombre y mujer. Que el mundo es bello y las criaturas imagen y semejanza del Creador. Me ayuda a apostar por la reconciliación y la solidaridad, la escucha, el compromiso, el servicio. Me empuja a conocer sin juzgar y con profundidad, buscando la Verdad que se halla detrás de todo lo humano. A desentrañar, desde la contemplación, el plan de amor escrito en cada persona para construir una sociedad mejor.
Domingo me da, sobre Dios, una mirada de total confianza. Me invita a conocerlo con más pasión, con más fuerzas. A buscar ansiosamente sus huellas en los libros y en los rostros, pero reconociendo que es “el libro de la Caridad el que lo enseña todo”. El enamorado de Cristo me urge a ser contemplativo con los ojos bien abiertos y los pies en el camino. Me empuja a leer el Evangelio, a ver en él el rostro más hermoso de Dios en Cristo Crucificado, el Amor hecho carne entregada. Me indica que Dios es alegría, que hace fiesta por cada oveja perdida que encuentra su camino. Me enseña a llamarle “Misericordia mía”, porque ese es el rasgo más divino que se reveló en Jesús. Y me anima a escuchar, a afinar el oído para percibir en toda la realidad el silencio de la brisa suave de su presencia.
Y sobre todo, me urge a predicarlo. ¿Cómo es posible vivir de espaldas al que es la Vida y la plenitud de todo lo humano? Predicarlo con mi manera de ser (todo un reto), con mi palabra frágil, con las obras de mis manos o de mi estudio, o con mi trabajo, dondequiera que sea. Predicarlo en la paz y la belleza, a través de la escucha del otro y del diálogo, por medio de la misericordia y la solidaridad. Predicarlo siempre. Predicarlo en todo.
Y Domingo, finalmente, me ofrece una mirada también sobre mí mismo. Diría que es como un espejo donde al mirarme soy denunciado de mi pereza o mediocridad, de mis acomodos, de mis miedos o sospechas. Domingo me pide pasear por la vida con infinita humildad, tocando bien el “humus” de Dios que en mí se esconde. Me exige vivir con mayor austeridad, practicar la pobreza como un valor que asienta, iguala, engrandece y hace más hermanos. Me invita a ser misericordioso, o sea, a “poner corazón donde hay miseria”. A tener caridad, que es tener amor en todas las dimensiones del término. Pero sobre todo, Domingo me invita a escuchar y ensanchar el corazón hacia adentro, hacia lo hondo, hacia lo profundo. A mirarme con belleza, a ver belleza (la del Reino, tesoro escondido) en todo lo que me rodea.
En estas tardes de verano, cuando me asomo a mi balcón -a este por el que entra la luz a toda mi casa y se me mete en ella la realidad-, me siento orgulloso de ser dominico. Y de tener en Domingo un referente de Vida, de Dios. Me siento orgulloso de pertenecer a su Familia, esa gente que busca a Dios escondido en lo humano. Tanto, que me gustaría que fueran más los que se subieran a este balcón y acomodaran en esta estancia su vida y su proyecto.
Fr. Javier Garzón, OP