Buscaba en mi interior algo que escribir de Santo Domingo para estos días pero, leyendo todo lo que nos han compartido otros hermanos, casi ni me atrevía a hacerlo. Aunque, en el fondo, sentía la tremenda necesidad de encontrar algo con lo que poder dar las gracias a todos por vuestros mensajes y hacer que nos sintamos una familia unida. Y en esta búsqueda de luz, hubo algo que llegó a mis manos. No sé, ¿la casualidad?, ¡no!, no creo mucho en ella porque todo en la vida pasa por algo y tengo la certeza de que tenía que ser así.
Os lo cuento. Estando en el hospital al cuidado de una de mis hermanas, saque de un libro un hermoso pensamiento de alguien que una vez toco mi corazón y me dio las fuerzas necesarias para ser lo que hoy soy, es decir, una sencilla y humilde dominica contemplativa. Era la palabra hecha mensaje de un hombre en una experiencia en Taizé. El Hermano Roger, un hombre de oración, como lo fue nuestro Padre Santo Domingo. Aquella frase decía: “Si la oración en la soledad puede resultar ardua, la belleza de la oración común es un apoyo incomparable a la vida interior. Por medio de palabras sencillas, de himnos, de cánticos, irradia una alegría discreta y silenciosa.” Estas palabras del hermano Roger de Taizé vienen para hablar precisamente de esa “Oración del Corazón”, de la oración de Jesús a la que todos estamos llamados a vivir, a sentir, a compartir… Ésa es la belleza en la oración de la que nos habla nuestro hermano, una oración nacida del corazón, o mejor dicho, de la belleza del corazón. Un regalo que los consagrados y consagradas tenemos como un tesoro en nuestras manos y latiendo bajo el pecho, en nuestra vida de entrega, ofrecida a Dios y al mundo. Una plegaria desde el silencio, desde la soledad, desde la contemplación en la noche que se hace peregrina; oración hecha armonía, de coro a coro; oración de comunidad, que brota de la alegría para llegar al corazón del hombre que vive solo, al enfermo, al pobre, a los excluidos de la tierra, esos a los que nadie quiere. Una oración para llegar al mismo corazón de Dios
Ésta es una experiencia única e intransferible que me lleva directamente a nuestro Padre Santo Domingo, un hombre de oración profunda, intensa e incesante, que sólo hablaba con Dios y de Dios. Ésa, y sólo ésa, deber ser nuestra oración, nuestro mensaje de vida: “Vivir en comunión”. Todos unidos, como la gran familia que somos, en nuestra Iglesia. Diferentes carismas entrelazados en un mismo corazón. Como la historia de aquellos grandes santos que fundaron grandes órdenes y que, aún hoy, continúan caminando por el Mundo para anunciar, como un milagro de amor y de vida, la Alegría del Evangelio.
Domingo vivía intensamente su oración. Y lo hacía de modos muy diversos. Aunque al llegar la noche su oración se transformaba, si cabe, en aún más poderosa y enamorada. Lloraba por los pecados del mundo, por cada luz apagada, por cada corazón necesitado de Dios, de su amor, de esperanza. Y el cielo parecía cubrírsele de un mar de estrellas que hacían que se le iluminase la noche. Después, en la mañana, y sobre los caminos, aquella imagen de sus sueños hacía que estuviera alegre, que cantara y le hablase de Dios a todo el que se encontraba. Todo su ser se convertía en un estado puro de oración y de entrega. Pero no sólo es la oración de Domingo la que nos da la luz necesaria, la que nos da vida, y esperanza. Es también la oración de Francisco, de San Agustín, de Santa Clara, de San Marcelino Champagnat , de Santa Teresa, de San Juan de la Cruz, de San Benito, de San Juan de Dios y de tantos y tantos santos que consagraron su vida a Cristo en la contemplación y en la acción.
Es esa experiencia de oración continua la que tiene que brillar en nuestro mundo. Y tenemos como ejemplo a esos grandes hombres y mujeres que formaron hermosas familias para ir construyendo el Reino de Dios desde la alegría de la contemplación, desde la acción, la predicación, la entrega a los enfermos, a los desheredados de la tierra, a los abandonados, a los maltratados, en la enseñanza, al cuidado de niños y ancianos, etc. Que todos juntos seamos uno en Cristo y podamos ser luces que brillen en nuestra Iglesia Universal. Una casa común desde donde proclamar, a una sola voz, que merece la pena y la alegría ir por el mundo anunciando un Evangelio de amor, de vida y de esperanza. Sólo puedo decir que es un enorme regalo el pertenecer a esta Gran Familia de consagrados y consagradas a Dios y a los demás. Una familia en la que nuestra predicación diaria, nuestra oración, pueda reflejarse en nuestras vidas construidas desde la verdad y en la autenticidad de sentirnos hijos e hijas de un mismo Dios junto a nuestro Hermano Jesús. Una oración que nos una para siempre en ese momento tan especial y enamorado donde el pan y el vino se convierten en Cuerpo y Sangre de Cristo y donde Él se queda definitivamente con nosotros para siempre: la Eucaristía. La oración por excelencia como así nos lo hace saber nuestro hermano San Agustín. Consagrados de vida contemplativa y vida activa vamos unidos, pues la contemplación y la acción no pueden ir nunca por separado. Domingo vivió toda su vida en contemplación y en acción, desde la oración. En la oración contemplativa dejándonos mirar por Dios. Y en la de acción, dejando que nuestro yo amante se refleje en el rostro de un Cristo Vivo que sufre y ama, en el hermano que viene a nosotros buscando una mirada compasiva, una caricia, una sonrisa. No puedo por menos que dar las gracias a todos los que en estos días nos estáis acompañando en esta novena a Santo Domingo y compartiendo cada uno de vuestros latidos. Gracias por vuestras vidas de entrega, por vuestra alegría y, sobre todo, por vuestra oración en comunidad. Dios nos conceda caminar siempre juntos y uniendo en este esfuerzo común lo que cada uno de nosotros somos, sentimos y vivimos:
UN SOLO CORAZON Y UNA SOLA ALMA EN DIOS Y PARA DIOS.
¡Feliz día de Santo Domingo, Luz de la Iglesia!
Sor Pilar de Santo Domingo OP
Monasterio Santa María la Real, Bormujos